Una iglesia que
atrasa
Es increíble ver a
miles de jóvenes apresados en la celda de la rutina. Sin creatividad, sin
correr riesgos, atiborrados de métodos ya probados, envueltos en la tradición o
en el «porque sí».
Los jóvenes cristianos del 2010 observan las generaciones
pasadas y creen revolucionar el dogma por mover de un lado a otro algunos
estandartes. O creen que dejan fluir la creatividad divina por danzar hasta
sudar por completo o realizar alguna que otra coreografía al compás del último
coro de moda. Otros se consideran pioneros por formar una banda de rock
cristiano o predicar sin corbata. Pero no es la música lo que te hará innovador
o una camisa hawaiana al momento de pararte detrás del estrado.
La creatividad no es una postura, es dejar fluir lo nuevo
de Dios, aunque eso no sea compartido por el cónclave de la tradición. Hace
unos diez o quince años pensar en una noche de concierto o una coreografía de
mantos o estandartes, hubiese sido una herejía. Pero ahora, es tomado como
parte de «lo medianamente aceptable» dentro de nuestro cerrado contexto
religioso.
Tenemos nuestro propio lenguaje, nuestras propias
canciones, nuestra manera de saludarnos y hasta nuestra manera de vestir. Nos
cierra perfecto. Sabemos qué se nos está permitido y lo que ni siquiera se nos
ocurriría pensar.
Nuestra idea de reunión creativa e innovadora es un
mensaje ofrecido por el grupo de mimos de la congregación, que harán su
pantomima durante los tres minutos de una canción, y luego pasará el pastor de
jóvenes a pedir disculpas si alguien se ofendió, explicará que esta también es
una manera diferente de predicar y además tratará de explicar lo que quisieron
decir los mimos, ya que nadie entendió nada.
Para los cristianos, una reunión evangelística debe
componerse de tres eternas horas de alabanza, media hora de adoración, alguien
explicando por qué levantarán la ofrenda, y el mensaje final, no olvidando
claro concluir el servicio con otra eterna media hora de alabanza para despedir
a los feligreses. Los más innovadores, organizan un concierto, con muchas luces
de colores, cantidades industriales de humo sofocante y un sonido capaz de
perforar cualquier tímpano normal. Esa es nuestra mayor idea de creatividad
para intentar ganar al mundo. Pero alguien tiene que darnos la mala noticia:
«La iglesia vive en los años setenta». Hacemos todo lo que se suponía que
debimos hacer hace unos treinta años. Nuestro reloj dogmático atrasa horrores y
muy pocos, lamentablemente, se han percatado del asunto.
La mentalidad del cristiano promedio es que si algo
resulta, hay que repetirlo hasta el hartazgo y mantenerlo por los próximos
veinte años. No me imagino a los apóstoles yendo por la vida, buscando «locos
de cementerios» y endemoniando cerdos. Tampoco creo que alguien acarició la idea
de organizar un servicio de «salivadas» en la tierra para sanar a los ciegos de
la región. O a una nueva denominación basada en transformar agua en vino.
Nos encanta lo que ya resultó y alguien pagó un precio
antes que nosotros por la innovación. Siempre preferimos imitar, antes que
crear.
No tenemos creatividad, escasea el sentido común.
Programamos servicios y congresos para nosotros, pero espantamos al inconverso.
Realizamos eventos dirigidos a quienes se supone que entienden lo que quisimos
hacer, pero olvidamos al que no nos conoce ni comprende lo que queremos hacer o
decir.