Hace algunos años un conferencista ateo recorría las campiñas y sembraba la duda entre los pobladores. Él trataba de probar que es poco razonable creer en Dios y considerar que la Biblia es la Palabra de Dios.
Una noche, creyéndose dueño de la situación ante cierto número de personas, lanzó un desafío al Dios Todopoderoso, exclamando:
–¡Si hay un Dios, que se revele a sí mismo y me quite la vida en este instante!
Como no sucedía nada, se dirigió a sus oyentes y añadió:
–¿Lo ven? ¡No hay Dios!
Entonces, una diminuta campesina que llevaba atado un pañuelo en la cabeza, se levantó y dirigiéndose directamente al orador, le dijo:
–Señor, yo no sé replicar sus argumentos; su saber es muchísimo mayor que el mío. Usted es un hombre instruido, mientras que yo soy sólo una simple campesina. Como usted tiene una inteligencia muy grande, le ruego que responda a lo que le preguntaré. Yo creo en Cristo desde hace muchos años. Me regocijo en la salvación que él me dio, y hallo gran gozo en la lectura de la Biblia. Si cuando llegue la hora de mi muerte, me entero de que no hay Dios, que Cristo no es el Hijo de Dios, que la Biblia no es la verdad y que no existe la salvación ni el cielo; dígame, ¿qué habré perdido al creer en Cristo durante mi vida?
La concurrencia esperaba ansiosamente la respuesta. El incrédulo pensó durante varios minutos y finalmente respondió:
–Pues, señora, usted no habrá perdido absolutamente nada.
–Caballero –continuó la campesina –, usted ha sido muy amable al responder mi pregunta. Pero permítame formular otra. Cuando llegue la hora de su muerte, si usted descubre que la Biblia dice la verdad; que hay un Dios; que Jesús es el Hijo de Dios; que existe el cielo y también el infierno; dígame, señor, ¿qué habrá perdido usted?
Inmediatamente la concurrencia, de un salto, se puso en pie y aclamó a la campesina. El conferencista no halló respuesta